Correr en sí mismo

Francisco Ceballos
5 min readNov 5, 2015

La imagen la conocemos. Una mañana de otoño, el asfalto frío, cientos de miles de personas a lo largo de una gran avenida corean al son de dos cuerpos que avanzan como gacelas sobre las mismas calles que han recorrido durante poco más de dos horas. Una gota de sudor resbala por la frente de uno de los corredores, el otro percibe ese ínfimo gesto de fatiga y acrecienta la marcha. Poco a poco la distancia entre ambos empieza a aumentar hasta que eventualmente el ganador de la contienda entra al tramo final solo y espoleado por los gritos del público; atraviesa el listón con los brazos, la cabeza y el orgullo en alto.

Si bien conocemos esa imagen y muchas más como ella; la realidad es que nuestra historia está muy lejos de asemejarla. De hecho, la verdadera historia ocurre kilómetros atrás, en las calles que de a poco la gente comienza a abandonar. En la distancia, por sobre el mismo asfalto -que ya no está frío, pues ahora el sol lo golpea inclemente- avanzan otros cuerpos, distintos. Cientos de personas que golpean el suelo como el redoble de un tambor en manos de un percusionista desacompasado. Y muy a nuestro pesar, esos cuerpos lentos y adoloridos son los que componen el inmenso grosor de los cientos de miles de personas que corren los 42.2 kilómetros que constituyen la maratón moderna cada año -más de 500 mil sólo en Estados Unidos. Lo que nos lleva a preguntarnos algo que probablemente todos ellos estén pensando en ese momento “¿Por qué estoy haciendo esto?” Pues más allá de cualquier justificación moderadamente lógica que pudiéramos encontrar, la razón por la cual una persona se somete a una prueba o un desafío físico de tal magnitud escapa de un consenso general objetivo y nos lleva a conformarnos con una vaga conjetura acerca de los propósitos individuales que cada quién tendrá detrás del acto. Es por eso que precisamos encontrar aquel estímulo sustancial con el cual todos los corredores comulgamos y que justifica el círculo vicioso y aparentemente incoherente de correr.

Para comenzar, debemos anular las motivos tópicos y arbitrarios que nos llevan a ingresar hacia el mundo del running; pues si bien es cierto que la mayoría de las personas se inician en el deporte a través de una necesidad física o estética, esta razón eventualmente se vuelve insustentable; y de ser esa la única excusa por la cual una persona corre, ella no tardaría en echar por la borda cualquier intento de convertirse en un/a corredor/a de larga distancia. Por lo tanto ese sentido, esa creencia que llevaría a una persona a sacrificarse física, psicológica y emocionalmente; tiene que amalgamar beneficios en esos tres planos: físico, psicológico y emocional.

Si en algo podemos estar de acuerdo, es que correr duele. Cada vez que nuestro cuerpo golpea el suelo, el impacto hace que nuestras articulaciones, músculos y huesos deban absorber 4 veces nuestro peso. Esto a un ritmo de entre 80 a 100 golpes por minuto en cada pierna no resulta muy satisfactorio, menos aún cuando repetimos la secuencia durante más de una hora. Por otro lado, los seres humanos estamos condicionados para soportar esta fatiga en niveles extraordinarios. La respuesta a esto podría estar en un componente de nuestra anatomía. En su afamado best-seller “Born to Run”, Christopher Mcdougall presenta una teoría de un grupo de científicos de Harvard en la que estipulan que los humanos evolucionaron a través de la caza persistente –perseguir animales a pie hasta que eventualmente cayeran muertos de cansancio. Esa es, según su teoría, la razón por la cual tenemos tendones de Aquiles, pies con arcos, glúteos protuberantes que sostienen nuestro cuerpo erguido en movimiento y un ligamento en la nuca que mantiene nuestras cabezas fijas mientras corremos. Existe otra razón física que podría justificar la fiebre del running: Las endorfinas. Las endorfinas son químicos naturales que libera nuestro cuerpo y actúan de forma similar que su contraparte médica, la morfina. En 2008, un grupo de científicos alemanes descubrieron que durante una jornada de 2 horas de ejercicio a una intensidad moderada, nuestro cerebro libera endorfinas que actúan como compensadores del agotamiento físico, esto hace que experimentemos un estado de euforia que por años los corredores han denominado runners high. Pero las endorfinas no sólo se liberan corriendo, y existen sin lugar a duda formas más asequibles de obtenerlas que a través de un proceso tan severo. Lo que nos obliga a indagar en un nivel más profundo de nuestra composición, quizás en el mismo núcleo de nuestra psicología y de la arquitectura de nuestra entelequia.

Correr es -junto al sexo- la expresión física más simple de todas. Es un acto completamente primitivo y alejado de cualquier motivación puntual. No corremos para llegar a ningún lado, ni para alcanzar alguna meta o presa tangible. De una forma u otra, siempre corremos en círculos que nos llevan al mismo lugar donde empezamos. Sin embargo, es esa misma simpleza la que nos atrae, ya que el correr se convierte muchas veces en un acto de reclusión, un escape de nuestra conciencia desordenada e inabarcable; de un mundo que nunca podremos entender y un estado consciente compuesto por una infinitud de ideas y de conceptos que cuando menos, nos aturden. Día a día vivimos con la necesidad de estructurar nuestra existencia, una necesidad que siempre permanece insatisfecha. Estamos rodeados de preguntas a las que sólo encontramos respuestas ambivalentes y verdades a medias, conflictos que perpetúan un movimiento que nos introduce deliberadamente en un sistema de engranajes donde todos somos dientes. Correr es escapar de ese sistema, huir hacia una existencia elemental, donde lo único que importa es el siguiente paso y el acto en sí mismo, sin propósito, sólo el valor inherente del correr.

Pareciera en ese caso que los seres humanos estamos destinados a vivir nuestra propia Odisea, un ciclo de violencia perenne que ejercemos sobre nosotros mismos. Pero el por qué; por qué las personas buscamos empujarnos a nuestros límites, físicos y psicológicos, quizás escape, al igual que correr, de la estructuración de ideas lógicas. Quizás no sea aparente más que en un plano emocional cómo, al igual que muchas veces necesitamos pellizcarnos para saber que no estamos dormidos, también necesitamos llevarnos a los límites de nuestra resistencia para saber que estamos vivos; para ser conscientes de nuestra existencia en una forma que podemos comprender, que podemos encajar en una estructura simple y reconfortante. Al fin y al cabo, la única certeza evidente que tenemos de que estamos vivos es la certeza evidente de que algún día vamos a morir; y para aquellos que carecemos de convicciones que calmen esa ansiedad de entender el ecosistema amplísimo de nuestra existencia, son esos pellizcos que se manifiestan en el cansancio, el dolor, el cumplimiento de metas, o el eufórico runners high lo que nos ofrece un equilibrio emocional que otrora nos evadía.

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Francisco Ceballos

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